Para cumplir su misión de educar a los pueblos bárbaros, la Iglesia, en la Edad Media, tuvo que mezclarse con ellos, y participar, en consecuencia, de los defectos y ventajas de su organización.
Los obispos se hicieron señores, y el Papa fue rey; y, como de su parte estaba la mayor ilustración y moralidad, con el tiempo se aumentaron su poder político, su prestigio y sus riquezas, hasta el punto de pertenecerle en Alemania la tercera parte del territorio, en Inglaterra la quinta parte, sucediendo lo mismo, poco más o menos, en las otras naciones.
Pero, con la prosperidad, vino, naturalmente, la corrupción, la afición a los goces y comodidades, y el olvido de la pureza de vida y de costumbres de los primeros cristianos; y el pueblo, abandonado a su propia ignorancia, convirtió la religión en un conjunto de prácticas supersticiosas, de creencias absurdas, de falsas reliquias y milagros, cuidándose poco el Clero de su mejoramiento moral mediante la imitación de las virtudes evangélicas.
No sería justo condenar a la Iglesia por haber emprendido aquel camino en la Edad Media, porque, en verdad, era el único conducente al bien de la humanidad. Si se hubiera aislado de los bárbaros, no hubiera podido influir sobre ellos, ni ejercer su altísima misión de civilizarlos. Si despues de esto vinieron, naturalmente, la relajación y las riquezas, tampoco se puede culpar a la Iglesia, que, por medio de los pontífices más caracterizados de aquellos tiempos, procuró de todas maneras, aunque inútilmente, arrancar de raíz aquellos males, y restablecer la pureza de la disciplina, como se había mantenido en los primeros siglos del Cristianismo y hasta muy entrada la Edad Media.
Altos dignatarios y doctores de la Iglesia, en defensa de esta institución cristiana, clamaban por la moralización de ese Clero, predicaban el retorno a la pureza de costumbres, anhelaban tambien una reforma.
Preclaros varones dejaron sentir su voz. Así en el siglo XII San Bernardo exclamaba: "Quién me diera ver, antes de morir, la Iglesia de Dios como estaba en los primeros tiempos."
En el concilio de Viena (1311), "un obispo eminente expuso a la asamblea que era necesario reformar la Iglesia en su cabeza y en sus miembros."
El Papa Eugenio IV (1431 - 1447), escribía a la dieta de Nüremberg: "Sabemos que en la Santa Sede ha reinado una gran corrupción por mucho tiempo; y que el mal se ha transmitido de la cabeza a los miembros, del Papa a los sacerdotes, por eso queremos reformar primero nuestra sede, de donde quizá se origine todo el mal."
La necesidad de reformar a la Iglesia de Cristo era, pues, un vehemente anhelo no sólo de elementos extraños al Clero, sino de muchos ilustres ministros y varones de Dios.
Por otra parte, habían contribuido también a mermar la autoridad y prestigio de la Iglesia, las ambiciones al solio pontificio (al cargo de Papa) que dieron como resultado el Gran Cisma o Cisma de Occidente que, habiendo comenzado en 1378, originó la existencia en la Edad Media de hasta dos Papas a la vez. En Roma y en Aviñón (Francia), poniéndose en duda la autenticidad de los mismos.
Restaron, asi mismo, unidad y fuerza a la Iglesia, las querellas surgidas entre los Concilios (asambleas de obispos) y los Papas. Muchos defendían la superioridad del Concilio sobre la autoridad del Santo Padre. Tambien estimularon las críticas al Clero las riquezas y el lujo desmedido de los mismos, contrarios a la sencillez, humildad y pobreza cristianas. Además, fueron el blanco de los ataques los desórdenes de la simonía (venta de cargos eclesiásticos) y la concesión inmoderada de indulgencias (también a cambio de favores económicos).
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